lunes, 7 de septiembre de 2009

Cuánto tengo que esperar?

Hacía bastante que no estaba en una sala de espera, nunca en una tan reducida. En los primeros minutos me di cuenta de que tomaba mas aire del habitual, como presintiendo que no iba a alcanzar para todos los que esperábamos.
La sala, especialmente oscurecida, la luz no entraba sino a través de la veladura de la cortina opaca por lo antigua.
El techo muy bajo, el ventilador se veía apenas levantaba la mirada.
Éramos tres en un pequeño banco contra la pared. Dos señoras que permanecían allí sin hablar, sin ansiedad por el paso del tiempo, sin mirar las revistas, como si hubieran aceptado un paréntesis en la vida, resignadas a una muerte pasajera. Solo levantaron la vista para absorber con detalle el aspecto del paciente que entraba.
En un momento, vuelta a atender mi estado, tan opuesto, pude advertir que me había sumido en la lectura, del libro que llevaba, casi por completo, como si hubiera abierto la puerta hacia un patio donde podía respirar normalmente. Estaba tan incorporada a la situación que planteaba el texto, que me sentía asistiendo a los protagonistas, en sus crisis, en donde desesperados me relataban sus miedos mas feroces. Entonces deduje que tal vez mi rostro estaría ya deformado por la reacción a lo que leía. Sentí calor, al meter mi mano por la espalda, sentí la ropa empapada y caliente. Inmediatamente después empezó a picarme el excema que se expandía por todo mi cuerpo, por el cual había asistido, sin turno, al consultorio.
Deseaba rascarme con las dos manos y las diez uñas mas los dientes hasta que me saltaran las lágrimas de dolor, pero sería esa una imagen animal que impresionaría o asustaría a mi desconocido y cercano público. El cual, notaba, estaba cada vez mas atento a mis movimientos, pues me rascaba lenta pero violentamente con una mano.
Trate de controlar la picazón respirando profundamente, guarde el libro y cerré los ojos.
De inmediato me invadió la angustia, estar ahí sentada me recordaba a las tantas veces en que mi cuerpo, a gritos, renunciaba a mi desaforada y desconsiderada manera de arrastrarlo, a pesar de su cansancio, como un caballo muerto, hacia los plazos de los objetivos que yo misma me imponía, arrastrándolo hacia donde se disparaban mis pasiones, como si pudiera en algún momento ser etéreo y estar en varios lugares a la vez.
Y así excederme, sin darme cuenta, sin oírlo, hasta que algo dolía demasiado o se paralizaba.
Pegada a la angustia me avergonzó la idea de que el dermatólogo, a quien veía por primera vez, me pidiera que me saque la ropa.
Me asustó y repugno pensar que sus ojos se detuvieran en mis hombros y en mi espalda desnuda, que pudiera ver y oler mi sudor, el estado de rabia que se imprimía en mi piel, como si la sangre se quisiera escapar, como si se hubiera vuelto menos densa y pudiera evaporarse en cualquier momento.
Tal vez porque yo podía verme a través de sus ojos y esa imagen me devolvía cierta compasión. De alguna manera suplicaba, a sus ojos, que me miraban preocupados por semejante irritación, que me perdonaran, que no me juzgara, que me perdonaran una vez mas, que de ahora en mas todo iba a ser distinto, que andaría con mas cuidado y que no dejaría la terapia.
Enseguida pude sentir mis propios ojos, bordeados por unas lágrimas que soportaban quedarse en su lugar, empapando, nublando la vista.
Deseaba llamarte, urgentemente, y pedirte que vengas, que te quedes ahí con migo. Asumir que siempre tuve miedo y vergüenza a la vez y que por eso siempre estuve sola en las salas de espera.
Asumirlo, declararlo, pedirte que me sostengas las manos y que también me perdones y que, al verme así, tan incierta, tan quebrada, tampoco me pierdas la fe.

1 comentario:

  1. Si es un cuento me parece una acertada y bella descripción de la mala soledad, la que asfixia; si es una anecdota me conmueve la sinceridad . tito

    ResponderEliminar