miércoles, 15 de diciembre de 2010

La casa.

1-

Llegue de tarde, desde la cocina podía escucharlas, hablaban en tono de sala de hospital. Pasé a la habitación del abuelo y las vi, las dos tías mayores encendían las velas que a un extremo y otro se levantaban sobre un altar de ladrillos. Altar que el abuelo había construido al morir la abuela. Sobre el altar una manta tejida con hilos blancos de algodón. Sobre la manta, cuidadosamente puesto, un crucifijo tallado en madera de cedro, lustrado. En un frasco, junto a la foto de la abuela, flores del jardín, lavandas y jazmín del cielo, ramas de aromo recién cortadas que llenaban el aire de perfume.
La pequeña habitación de la casa estaba pintada de blanco con las paredes desnudas. Frente al catre de mi abuelo había una pequeña ventana de dos hojas con vidrios limados por el viento.
La tía Elvira le metía cucharadas de manzana rallada en la boca. Èl, recostado sobre un gran almohadón blanco, remendado y almidonado por las tías, me miraba sonriendo, el jugo le caía por el costado del mentón y la tía se apuraba a secarlo con un repasador.
En una silla de madera y tiento, las botas de cuero del abuelo, lustradas, y su ropa diaria, planchada, esperando que un día de estos ocurra el milagro de volver a verlo de pie, o en el viejo caballo recorriendo la chacra.
La oscuridad entro prepotente. El lánguido foco que colgaba del techo metamorfoseaba las siluetas encorvadas de las tías, agitadas sombras que se apuraban a cerrar la ventana y a extender la manta de fieltro que abrigaba al abuelo.
Ya apagaban las velas y hundían con manos delicadas su pequeño cuerpo, de nuevo, en la profundidad del catre.
Al volver a la cocina en busca de calor, escuche un grito agudo, un chimango a estas horas es extraño. Salí al patio y caminé asta el galpón. El portón de chapa estaba entreabierto, entré lentamente, sentí el olor intenso de la sangre y las achuras, me acerqué al mesón, miré debajo y ví que tenía el pico ensangrentado, había quedado encerrado mientras trataba de robar restos de la carneada. Se asustó al escucharme, miró en la oscuridad sobresaltado y se abalanzó sobre mí para escapar por el portón. Gritó cerca de mis oídos, sobre mi cabeza y se alejó.
Sentí el aire helado y el pulso acelerado. Cuando pude calmarme, entre a la casa y quedé un largo tiempo, con las manos juntas, frente al crucifijo.
Las tías preguntaron con los ojos aterrados, ellas también lo habían escuchado. Un chimango rondando la casa, es una señal de alerta, siempre decía el abuelo.
A la mañana siguiente el abuelo levantó fiebre, se complicó su sistema respiratorio, a la tardecita, mientras sus hermanas rodeaban la cama del hospital, murió.

2-

Llegamos a la casa vieja luego de quince días de la muerte del abuelo. El pastizal llegaba hasta la abertura de la puerta.
Al entrar en la habitación me ensordeció el silencio y la oscuridad. Sospecho que hasta los pájaros se abrían mudado.
Con mucha fuerza destrabé la ventana, cerrada con una madera cruzada. Al entrar la luz plena del sol, escuché el catre y la silla retorcer sus viejas vértebras. La ropa, aún colgada en la silla, lucía nueva, olía a jabón de cebo. Relucientes las botas, quedaron allí como una ofrenda.
Un encantamiento de la luz entibió el fieltro de la cama, revivió la blanca vida del almohadón que recuperaba el hueco infinito de la cabeza de mi abuelo.
La abuela, en la foto, miraba despidiéndose de todo, apenas sonriendo. El cristo cansado parecía renunciar y volverse tronco sin forma. De la manta tejida escapaban etéreas arañas. Y las flores, encogidas, ya sin alma, habían dejado caer sus pétalos, sobre el piso de adobe alisado.
Cuando comencé a caminar ya venía a lo del abuelo, me sostenían de dos manos y yo caminaba sobre los bordes de tierra negra que dejaba el carro en el camino, caminaba entre los patos y los gansos, sobre paja cortada, seca y olorosa a la tarde, o blanda y húmeda en la mañana.
A los siete años el abuelo me llevaba en carretilla cerca del monte, juntábamos lombrices en una caja de té Tigre. Yo misma las encontraba, levantaba la tierra con un palo, y al verlas, tratando de escapar, tironeaba de un extremo de su interminable cuerpo, las arrancaba de la tierra, las sostenía en la mano para sentirlas moverse y pegarse entre los dedos.
A los doce años hice con el abuelo mi primera incursión al monte, luego comencé a ir cada fin de semana que no llovía, mis primos varones cargaban una bota de cuero con agua del pozo, helada, y me daban una rama gruesa para ayudarme a trepar o aplastar los cardos.
Bordeábamos el arroyo por el surco de las vacas, y, de un momento a otro, quedábamos bajo la sombra espesa del monte, y si miraba hacia arriba y me mareaba con la altura de los eucaliptos, al bajar la vista ya perdía el camino, el de ida y el de vuelta, las voces de mis primos se extraviaban en un viento de canto de pájaros que me revolcaban la conciencia hasta dejarme perdida, lejos.
Comíamos el dulce de unas vainas moradas que colgaban en manojos de unos árboles de ramas retorcidas, cortaba el borde interno de la vaina con los dientes y apretaba hasta que rebalsaba una sustancia pegajosa, marrón y brillante, muy dulce, como extracto de manzana. Nos guardábamos algunas en los bolsillos, junto con otros hallazgos: trozos de botellas de cerámica, tuercas de arados, herraduras, huevos de paloma enteros.
Volvíamos cuando el sol dejaba una aguja en le horizonte. Volvíamos riendo y los grillos sostenían el aire, cada sonido a nuestro alrededor se profundizaba al anochecer. Esa tarde al regresar, el chimango gritó sobre nuestras cabezas y todo hizo silencio. Fue la primera vez que lo escuché. El abuelo, entre los arbustos, miraba a lo lejos, olfateaba, se comportaba como un animal, alerta, sensitivo, rastrero. Comenzó a caminar cada vez mas rápido hacia la chacra, su rostro estaba tenso, todos lo seguimos, vimos una humareda que venía de la chacra, los gritos de las tìas llegaban hasta el monte. Cuando llegamos vimos el techo de la cocina, encendido como un infierno, los vecinos de la zona cargaban agua del arroyo y arrojaban con baldes sobre el techo. El abuelo, enceguecido entró rompiendo los vidrios de la ventana, fue cuando las tías se abrazaban entre ellas lloraban y rezaban arrodilladas en la tierra, con la ropa empapada.
Luego de unos segundos, el abuelo salió de la casa, jadeando, tropezando con las maderas carbonizadas, arrastrando una gran valija. Los documentos y las fotos y una Biblia de la abuela, alcanzo a decir.
Desde ese día los pulmones del abuelo quedaron sensibles a los cambios del tiempo.



3-
Hacía una hora que esperaba a Horacio.
Estaba en la casa sin luz, el viento frío de mayo entraba por todas las grietas. Durante todos estos años Elvíra se había encargado de mantener la limpieza de la casa, había repasado los muebles y había abierto las ventanas durante la primavera y el verano. Luego se enfermó y la casa quedó huérfana.
Caminé por las habitaciones con las manos apretadas en una larga y ancha bufanda, tal vez hasta me sostenía de ella. Fui dejando velas en los rincones, sentí respirar todas las cosas.
Miré al techo, la humedad había dejado un mapa enmohecido, una cronología silenciosa de la ausencia. Mientras estas manchas dentadas fueron uniendo sus cuerpos, nosotros, tíos y primos, hemos dejado de encontrarnos. El encuentro era algo que sucedía en torno al abuelo.
Cuando quedó solo en la casa, comenzó a rondar por los cajones del aparador, lo encontraba por las tardes sentado en su catre, ordenando papeles, documentos sellados, carcomidos por el fuego en los bordes. Miraba las fotos, recordaba los nombres de todos, los repetía en un movimiento leve de labios, como un rezo.
Escuche cuando entró Horacio, abrió la puerta de la cocina lentamente, la cerró e hizo un silencio prolongado, luego me llamó en voz alta.
A los dieciocho años se fue de la casa paterna para instalarse en la ciudad, nadie imagino que el hermoso niño de sonrisa amplia, que recorría la llanura montado en el caballo, arriando las ovejas y las vacas, dijera, de manera tan irreversible, durante el almuerzo del domingo, que iría estudiar ciencias económicas a la ciudad y que viviría en una pensión. Nadie le pregunto cómo, ni dónde, ni cuándo, la mesa quedó en un desconcertante silencio.
No tuvo dificultades con la carrera. Los fines de semana venía a la chacra, su presencia llenaba de entusiasmo a la familia, principalmente al abuelo, que lo iba a recibir al camino y lo abrasaba largamente.
Durante las sobremesas Horacio quedaba hablando de sus progresos,. Tenía la capacidad de materializar sus deseos. Parecía no tener límites.
Desde los veintitrés años fue el responsable de buena parte de los ingresos familiares, saldó antiguas deudas y se encargó de los impuestos.
Cuando se recibió entró a trabajar en una cerealera. Comenzó como empleado, al año estaba encargado de la administración y, al año siguiente, se había asociado con los dueños.
Contrajo matrimonio con una japonesa que conoció en un viaje a Miami, la trajo a vivir a Argentina. Ana, una mujer diminuta y graciosa. Nosotros la mirábamos caminar, comer, articular el castellano, cada uno de sus movimientos era lento y preciso. Siempre sonreía y miraba a los ojos. Nos gustaba estar con Ana.

4-
La última vez que vía al tío fue los días posteriores a la muerte del abuelo, estaba volviendo de Brasil con Ana cuando murió, no pudieron esperarlo para darle el responso.
Al llegar de un viaje de trabajo en San Luís, pidió si no podíamos encontrarnos en la casa vieja a arreglar unas cuestiones formales, respecto a la herencia, que quedaban pendientes. Él, de manera casi natural, se había encargado de manejar los documentos del abuelo.
Al verlo parado en la cocina, en la penumbra de las velas, me sorprendió su delgadez. Estaba vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca desprendida hasta la mitad del pecho y una corbata azulina desajustada.
Su rostro estaba pálido, lo noté agitado. Su pelo negro mojado por el sudor, se le pegaba en la frente.
Me abrasó al saludarme, su cuerpo me pareció desconocido, tembloroso, consumido.
Me separó de su cuerpo, me sonrió y preguntó si había alguien más.
- Vine sola.
- He tenido que tomar una decisión demasiado rápido, como ya sabes mi trabajo no me permite….- se quedó en un gesto suspendido sin terminar de hablar.
- ¿Estas bien?
- Sí, es que no tengo mucho tiempo- dijo, y en ese momento lanzo un quejido. Precisamente allí, parada a pocos centímetros, vi como su cuerpo se contraía del dolor.
- ¿Tío, que te pasa?- una súbita flojedad en las piernas me obligo a sentarme.
- Vendí la casa, no pude consultarlo a nadie, necesitaba el dinero, esto es para vos y el resto para mis hermanos-dijo mientras me daba tres sobres de papel madera- necesito que te encargues de dárselo y transmitir esto que te digo, no hay mas tiempo.
- Tío, qué pasó?, pudiste haber hablado…
- ¡No pude!, tuve que saldar una deuda, un problema legal, un juicio a la empresa, un accidente, una estupidez, un apuro, qué se yo…,me tengo que ir, la policía me anda atrás, hasta que no termine este caso no me van a dejar en paz- dijo esto y me abraso fugazmente.


Mientras se quejaba abrió torpemente la puerta y se fue. Subió a su camioneta y desapareció por el camino. Fue la última vez que vi al tío.
Ya todo era silencio cuando escuche el grito infernal del chimango, pero esta vez se alejaba, sobre la llanura, más allá del arroyo.

Al día siguiente fui a ver a Elvira, mis otras tías y uno de mis primos, que habían llegado recién de Lomas de Zamora, estaban allí. El encuentro se sucedió como una procesión lenta y silenciosa. Ya todos sabían, él les había avisado, yo solo entregué los sobres. Elvira estaba en su silla, sentada frente a la ventana. Había empequeñecido, noté la delgadez de sus rodillas debajo de la manta que la abrigaba. Me acerque para hablarle, no separó sus ojos del vidrio. Me fui sin escuchar de Elvira una sola palabra.
Intente encontrar a Ana, fue imposible, se había ido del país.
Unos días mas tarde nos avisaron de la muerte del tío, una descompensación, según dijeron se había negado a visitar a un médico y se encerró durante días en su departamento.
Pasado el invierno recibí una llamada, era ella, dijo pocas palabras, ambas podíamos entender con pocas palabras.
Fue en la casa vieja donde nos encontramos, esa tarde el cielo era un estampido anaranjado, el viento del este afilaba las esquinas desgranadas de la casa. Ella se sentó bajo el alero, respiraba lentamente, con los ojos cerrados. Yo me senté a su lado, ella me tomó la mano y quedamos unos instantes así. Paso una bandada de golondrinas, Ana sonrió, y el viento se fue calmando.