lunes, 15 de febrero de 2010

1 parte. Un día en la playa.

Celina camina por el costado de la calle, al caminar levanta arena con sus zapatos. Tiene unas viejas sandalias blancas, con el taco redondeado y la hebilla oxidada. Camina con un ritmo lento y maquinal, deja estelas de arena en el aire, arabescos fantasmales que desaparecen a medida que se acerca a la avenida principal, asfaltada. Cruza la avenida hacia la costanera, frena instantáneamente cerca de los palos de madera que separan la calle de la playa. Allí se queda inmóvil , la mirada fija en el mar, como si pudiera ver con ojos de ultramar y predecir el cambio del tiempo, intuyendo las nubes espesas de viento que aun no cruzan el horizonte.
Celina espera. Su cuerpo ha aprendido el camino, sabe identificar el lugar, reconoce la línea de pasos repetidos, lo sabe aunque el viento los halla borrado.
Celina espera que su cuerpo decida avanzar. Sus sandalias se hunden finalmente en la arena, sus manos arrastran la vieja reposera dejando un surco inequívoco, exacto, que finaliza en el mismo preciso lugar, junto al parador de los bañeros, quienes la han incorporado a el plano neutro de la playa, como si no la vieran, como si tuviera menos sustancia que el aire.
Celina se desviste, su cuerpo recibe el aire y el sol, se contrae, de adapta a la forma de la reposera, se imprime en el paisaje. Su pelo al viento, es un tapiz deshilachado, anudado hace tiempo, descolorido y opaco. Su pelo a tejido el código incierto de las ráfagas que transportan las dunas. Celina conserva su traje de baño de quien sabe cuantos años, una malla entera rosa pálido, casi gris, de una tela tan fina que su cuerpo se transparenta. Un cuerpo adolescente, intacto, la piel tersa, encerada, un cuerpo que no no conoce las culpas, que no ha engendrado hijos, que no ha cometido excesos, un cuerpo de muñeca con vestido de aldeana que permanece años sentada sobre una cama prolijamente tendida, en una habitación donde el sol que entra es solo una penumbra.
Un cuerpo adolescente que va tomando la forma rígida de la vejez.
Solo existe música en su pensamiento, la música que ha escuchado siempre junto a su madre, las arpas litoraleñas, ese torrente de cuerdas naufragas, desesperadas.
Ha sido incapaz de tocar esos discos, aunque han quedado como momias llenas de tierra en los armarios, no ha dejado de escuchar las arpas, cada tema, guardado en los miles de tímpanos que se abren en su mente.
Recuerda exactamente el día en que se fue su madre, lo recuerda porque fue el único día en que hubo silencio, fue un agujero de vacío que la dejo con los ojos nublados. Ese día caminó imaginariamente hacia el centro de su pecho, encontró una puerta blanca. Ella golpeo, nadie abrió, luego empezó a llover.
Celina entro a la soledad, la tormenta dejo esquirlas en el lado izquierdo de su cuerpo. Encontró las mantas, encontró las cartas, se dijo que quedaría mucho tiempo allí leyéndolas. Así fue, un tiempo sin medida entro en su vida, se esparció por sus extremidades llegó a hasta su garganta y la dejo sin palabras, subió hasta sus ojos y los apagó como una llama de vela, llegó hasta sus oídas y encendió para siempre las arpas litoraleñas.