miércoles, 15 de diciembre de 2010

La casa.

1-

Llegue de tarde, desde la cocina podía escucharlas, hablaban en tono de sala de hospital. Pasé a la habitación del abuelo y las vi, las dos tías mayores encendían las velas que a un extremo y otro se levantaban sobre un altar de ladrillos. Altar que el abuelo había construido al morir la abuela. Sobre el altar una manta tejida con hilos blancos de algodón. Sobre la manta, cuidadosamente puesto, un crucifijo tallado en madera de cedro, lustrado. En un frasco, junto a la foto de la abuela, flores del jardín, lavandas y jazmín del cielo, ramas de aromo recién cortadas que llenaban el aire de perfume.
La pequeña habitación de la casa estaba pintada de blanco con las paredes desnudas. Frente al catre de mi abuelo había una pequeña ventana de dos hojas con vidrios limados por el viento.
La tía Elvira le metía cucharadas de manzana rallada en la boca. Èl, recostado sobre un gran almohadón blanco, remendado y almidonado por las tías, me miraba sonriendo, el jugo le caía por el costado del mentón y la tía se apuraba a secarlo con un repasador.
En una silla de madera y tiento, las botas de cuero del abuelo, lustradas, y su ropa diaria, planchada, esperando que un día de estos ocurra el milagro de volver a verlo de pie, o en el viejo caballo recorriendo la chacra.
La oscuridad entro prepotente. El lánguido foco que colgaba del techo metamorfoseaba las siluetas encorvadas de las tías, agitadas sombras que se apuraban a cerrar la ventana y a extender la manta de fieltro que abrigaba al abuelo.
Ya apagaban las velas y hundían con manos delicadas su pequeño cuerpo, de nuevo, en la profundidad del catre.
Al volver a la cocina en busca de calor, escuche un grito agudo, un chimango a estas horas es extraño. Salí al patio y caminé asta el galpón. El portón de chapa estaba entreabierto, entré lentamente, sentí el olor intenso de la sangre y las achuras, me acerqué al mesón, miré debajo y ví que tenía el pico ensangrentado, había quedado encerrado mientras trataba de robar restos de la carneada. Se asustó al escucharme, miró en la oscuridad sobresaltado y se abalanzó sobre mí para escapar por el portón. Gritó cerca de mis oídos, sobre mi cabeza y se alejó.
Sentí el aire helado y el pulso acelerado. Cuando pude calmarme, entre a la casa y quedé un largo tiempo, con las manos juntas, frente al crucifijo.
Las tías preguntaron con los ojos aterrados, ellas también lo habían escuchado. Un chimango rondando la casa, es una señal de alerta, siempre decía el abuelo.
A la mañana siguiente el abuelo levantó fiebre, se complicó su sistema respiratorio, a la tardecita, mientras sus hermanas rodeaban la cama del hospital, murió.

2-

Llegamos a la casa vieja luego de quince días de la muerte del abuelo. El pastizal llegaba hasta la abertura de la puerta.
Al entrar en la habitación me ensordeció el silencio y la oscuridad. Sospecho que hasta los pájaros se abrían mudado.
Con mucha fuerza destrabé la ventana, cerrada con una madera cruzada. Al entrar la luz plena del sol, escuché el catre y la silla retorcer sus viejas vértebras. La ropa, aún colgada en la silla, lucía nueva, olía a jabón de cebo. Relucientes las botas, quedaron allí como una ofrenda.
Un encantamiento de la luz entibió el fieltro de la cama, revivió la blanca vida del almohadón que recuperaba el hueco infinito de la cabeza de mi abuelo.
La abuela, en la foto, miraba despidiéndose de todo, apenas sonriendo. El cristo cansado parecía renunciar y volverse tronco sin forma. De la manta tejida escapaban etéreas arañas. Y las flores, encogidas, ya sin alma, habían dejado caer sus pétalos, sobre el piso de adobe alisado.
Cuando comencé a caminar ya venía a lo del abuelo, me sostenían de dos manos y yo caminaba sobre los bordes de tierra negra que dejaba el carro en el camino, caminaba entre los patos y los gansos, sobre paja cortada, seca y olorosa a la tarde, o blanda y húmeda en la mañana.
A los siete años el abuelo me llevaba en carretilla cerca del monte, juntábamos lombrices en una caja de té Tigre. Yo misma las encontraba, levantaba la tierra con un palo, y al verlas, tratando de escapar, tironeaba de un extremo de su interminable cuerpo, las arrancaba de la tierra, las sostenía en la mano para sentirlas moverse y pegarse entre los dedos.
A los doce años hice con el abuelo mi primera incursión al monte, luego comencé a ir cada fin de semana que no llovía, mis primos varones cargaban una bota de cuero con agua del pozo, helada, y me daban una rama gruesa para ayudarme a trepar o aplastar los cardos.
Bordeábamos el arroyo por el surco de las vacas, y, de un momento a otro, quedábamos bajo la sombra espesa del monte, y si miraba hacia arriba y me mareaba con la altura de los eucaliptos, al bajar la vista ya perdía el camino, el de ida y el de vuelta, las voces de mis primos se extraviaban en un viento de canto de pájaros que me revolcaban la conciencia hasta dejarme perdida, lejos.
Comíamos el dulce de unas vainas moradas que colgaban en manojos de unos árboles de ramas retorcidas, cortaba el borde interno de la vaina con los dientes y apretaba hasta que rebalsaba una sustancia pegajosa, marrón y brillante, muy dulce, como extracto de manzana. Nos guardábamos algunas en los bolsillos, junto con otros hallazgos: trozos de botellas de cerámica, tuercas de arados, herraduras, huevos de paloma enteros.
Volvíamos cuando el sol dejaba una aguja en le horizonte. Volvíamos riendo y los grillos sostenían el aire, cada sonido a nuestro alrededor se profundizaba al anochecer. Esa tarde al regresar, el chimango gritó sobre nuestras cabezas y todo hizo silencio. Fue la primera vez que lo escuché. El abuelo, entre los arbustos, miraba a lo lejos, olfateaba, se comportaba como un animal, alerta, sensitivo, rastrero. Comenzó a caminar cada vez mas rápido hacia la chacra, su rostro estaba tenso, todos lo seguimos, vimos una humareda que venía de la chacra, los gritos de las tìas llegaban hasta el monte. Cuando llegamos vimos el techo de la cocina, encendido como un infierno, los vecinos de la zona cargaban agua del arroyo y arrojaban con baldes sobre el techo. El abuelo, enceguecido entró rompiendo los vidrios de la ventana, fue cuando las tías se abrazaban entre ellas lloraban y rezaban arrodilladas en la tierra, con la ropa empapada.
Luego de unos segundos, el abuelo salió de la casa, jadeando, tropezando con las maderas carbonizadas, arrastrando una gran valija. Los documentos y las fotos y una Biblia de la abuela, alcanzo a decir.
Desde ese día los pulmones del abuelo quedaron sensibles a los cambios del tiempo.



3-
Hacía una hora que esperaba a Horacio.
Estaba en la casa sin luz, el viento frío de mayo entraba por todas las grietas. Durante todos estos años Elvíra se había encargado de mantener la limpieza de la casa, había repasado los muebles y había abierto las ventanas durante la primavera y el verano. Luego se enfermó y la casa quedó huérfana.
Caminé por las habitaciones con las manos apretadas en una larga y ancha bufanda, tal vez hasta me sostenía de ella. Fui dejando velas en los rincones, sentí respirar todas las cosas.
Miré al techo, la humedad había dejado un mapa enmohecido, una cronología silenciosa de la ausencia. Mientras estas manchas dentadas fueron uniendo sus cuerpos, nosotros, tíos y primos, hemos dejado de encontrarnos. El encuentro era algo que sucedía en torno al abuelo.
Cuando quedó solo en la casa, comenzó a rondar por los cajones del aparador, lo encontraba por las tardes sentado en su catre, ordenando papeles, documentos sellados, carcomidos por el fuego en los bordes. Miraba las fotos, recordaba los nombres de todos, los repetía en un movimiento leve de labios, como un rezo.
Escuche cuando entró Horacio, abrió la puerta de la cocina lentamente, la cerró e hizo un silencio prolongado, luego me llamó en voz alta.
A los dieciocho años se fue de la casa paterna para instalarse en la ciudad, nadie imagino que el hermoso niño de sonrisa amplia, que recorría la llanura montado en el caballo, arriando las ovejas y las vacas, dijera, de manera tan irreversible, durante el almuerzo del domingo, que iría estudiar ciencias económicas a la ciudad y que viviría en una pensión. Nadie le pregunto cómo, ni dónde, ni cuándo, la mesa quedó en un desconcertante silencio.
No tuvo dificultades con la carrera. Los fines de semana venía a la chacra, su presencia llenaba de entusiasmo a la familia, principalmente al abuelo, que lo iba a recibir al camino y lo abrasaba largamente.
Durante las sobremesas Horacio quedaba hablando de sus progresos,. Tenía la capacidad de materializar sus deseos. Parecía no tener límites.
Desde los veintitrés años fue el responsable de buena parte de los ingresos familiares, saldó antiguas deudas y se encargó de los impuestos.
Cuando se recibió entró a trabajar en una cerealera. Comenzó como empleado, al año estaba encargado de la administración y, al año siguiente, se había asociado con los dueños.
Contrajo matrimonio con una japonesa que conoció en un viaje a Miami, la trajo a vivir a Argentina. Ana, una mujer diminuta y graciosa. Nosotros la mirábamos caminar, comer, articular el castellano, cada uno de sus movimientos era lento y preciso. Siempre sonreía y miraba a los ojos. Nos gustaba estar con Ana.

4-
La última vez que vía al tío fue los días posteriores a la muerte del abuelo, estaba volviendo de Brasil con Ana cuando murió, no pudieron esperarlo para darle el responso.
Al llegar de un viaje de trabajo en San Luís, pidió si no podíamos encontrarnos en la casa vieja a arreglar unas cuestiones formales, respecto a la herencia, que quedaban pendientes. Él, de manera casi natural, se había encargado de manejar los documentos del abuelo.
Al verlo parado en la cocina, en la penumbra de las velas, me sorprendió su delgadez. Estaba vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca desprendida hasta la mitad del pecho y una corbata azulina desajustada.
Su rostro estaba pálido, lo noté agitado. Su pelo negro mojado por el sudor, se le pegaba en la frente.
Me abrasó al saludarme, su cuerpo me pareció desconocido, tembloroso, consumido.
Me separó de su cuerpo, me sonrió y preguntó si había alguien más.
- Vine sola.
- He tenido que tomar una decisión demasiado rápido, como ya sabes mi trabajo no me permite….- se quedó en un gesto suspendido sin terminar de hablar.
- ¿Estas bien?
- Sí, es que no tengo mucho tiempo- dijo, y en ese momento lanzo un quejido. Precisamente allí, parada a pocos centímetros, vi como su cuerpo se contraía del dolor.
- ¿Tío, que te pasa?- una súbita flojedad en las piernas me obligo a sentarme.
- Vendí la casa, no pude consultarlo a nadie, necesitaba el dinero, esto es para vos y el resto para mis hermanos-dijo mientras me daba tres sobres de papel madera- necesito que te encargues de dárselo y transmitir esto que te digo, no hay mas tiempo.
- Tío, qué pasó?, pudiste haber hablado…
- ¡No pude!, tuve que saldar una deuda, un problema legal, un juicio a la empresa, un accidente, una estupidez, un apuro, qué se yo…,me tengo que ir, la policía me anda atrás, hasta que no termine este caso no me van a dejar en paz- dijo esto y me abraso fugazmente.


Mientras se quejaba abrió torpemente la puerta y se fue. Subió a su camioneta y desapareció por el camino. Fue la última vez que vi al tío.
Ya todo era silencio cuando escuche el grito infernal del chimango, pero esta vez se alejaba, sobre la llanura, más allá del arroyo.

Al día siguiente fui a ver a Elvira, mis otras tías y uno de mis primos, que habían llegado recién de Lomas de Zamora, estaban allí. El encuentro se sucedió como una procesión lenta y silenciosa. Ya todos sabían, él les había avisado, yo solo entregué los sobres. Elvira estaba en su silla, sentada frente a la ventana. Había empequeñecido, noté la delgadez de sus rodillas debajo de la manta que la abrigaba. Me acerque para hablarle, no separó sus ojos del vidrio. Me fui sin escuchar de Elvira una sola palabra.
Intente encontrar a Ana, fue imposible, se había ido del país.
Unos días mas tarde nos avisaron de la muerte del tío, una descompensación, según dijeron se había negado a visitar a un médico y se encerró durante días en su departamento.
Pasado el invierno recibí una llamada, era ella, dijo pocas palabras, ambas podíamos entender con pocas palabras.
Fue en la casa vieja donde nos encontramos, esa tarde el cielo era un estampido anaranjado, el viento del este afilaba las esquinas desgranadas de la casa. Ella se sentó bajo el alero, respiraba lentamente, con los ojos cerrados. Yo me senté a su lado, ella me tomó la mano y quedamos unos instantes así. Paso una bandada de golondrinas, Ana sonrió, y el viento se fue calmando.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cherenteco


Gretaleando, me mojé hasta los tobillos, se empañaron los vidrios que escondían tus exalantes ojos verdes. Pues me he trepado, sin medir pormenores, a tu balcón de perla purpurea, mensajera del único rayo de luz que logra tocarme, el que sale de tus persianas desclavadas.
Hoy no conviene morder el agrio labio de tu corazón. Princesa de impuestos atrasados, de pies descalzos bajando por la escalera, acompasando las horas de los náufragos. Hay veces en que solo serás patrimonio del aire, que es huérfano de padre y madre, como vos.

Hooola, tanto gusto!

Ubilaba la cándida luz que se transparentaba desde el fondo del vaso, cuando te vi entrar.
Encrañaba tu dulce mirada diacrónica, cuando te sentaste cerca.
Malentendí, por apasiguada y lenta, las primeras palabras de tu almanaque invernal.
No quise decir, clamorosa, las cuatro frescas.
Pero las dije y a partir de ese momento no dejo de caer con el culo, desde una empinada e infinita loma de paz...
Y ahora paso por la puerta, a ver si te veo, miro los brotes que se impulsan como puños implacables. Los brotes de tus plantas, que trepan la tierra, se abrasan entre ellas desde la oscuridad , en tu jardín.
Nunca te veo, a veces me parece ver tu tangoroca nariz asomarse entre las cortinitas de la cocina, pero solo es un dibujo que quiere dibujar mi lechusiada mente.
Igual, no hay necesidad de pasar por tu casa, eso es solo un decir de mi trasnochado ruego, con una crucesita entre las manos. Quiero decir, pernáculo inhavido, que ya no es necesario, pues todas las calles en las que te cruzo, se cruzan, hacen un rotonda rusa, y vivo matandome de risa, pues me da vergüenza saludarte, Pingeto...

sábado, 22 de mayo de 2010

Celina, el día que su cuerpo olvidó. Final.

Comenzaba el frío otoñal, Celina preparó su bolso. Un trozo de pan en una bolsita, en otra unas monedas, y en otra servilletas de tela sin doblar. Una botella de plástico vacía y otras bolsas, unas dentro de otras.
Metió lentamente su cuerpo blanco dentro de un vestido de playa, con margaritas, ya opacado.
Al llegar a la costanera, se detuvo unos instantes, como hacía siempre, miró al horizonte y se internó en la playa, cerca del esquelético puesto de los bañeros.
Algunos turistas demorados, recorrían la costa, caminaban inclinados, resistiendo a viento y al cambio de temporada.
Dejó su bolso en la arena y desplegó su reposera. Un hueco entre las nubes permitió que el sol calentara su cuerpo, entonces se sacó el vestido y corrió hacia la orilla, los brazos abiertos, al costado del cuerpo, corrió como un simio, balanceandose torpemente. Al mojarse los pies lanzó un grito que podría haber sido de felicidad, balbuceo, babeo, el pelo se le pegó en la cara.
Volvió a nublarse, su piel se contrajo con el frío, cruzó sus manos sobre el pecho y hundió los pies en la arena tibia.
Paso la tarde , Celina masticó el pan recostada en su reposera. Ya sería su hora de volver, pero parece que ha olvidado, dejo de moverse algún debil engranaje de su gastado relój autista. Tropezó con el otoño, y al levantar su cabeza no reconoció el camino de vuelta. Vió, de un lado el mar y del otro un paisaje que respiraba moribundo, exalando humo por sus orificios, desdibujándolo todo.
El mar avanzó, se tragó los restos de basura, las huellas. Los últimos transeúntes se fueron, abrigando sus orejas, de la playa. La gaviotas se apropiaron de la costanera, gritaron, ensordecieron a Celina, que no escucho el temblor que sacudió su cuerpo.
Divisó una silueta a contra luz, alguien que se acercaba caminando hacia ella y que al alcanzarla, puso una mano sobre su cara, le beso la frente y luego, muy delicadamente levantó su lánguido cuerpo, lo hamacó y cantó con una voz suave y chiquita.
Celina no recuerda, es una sirena desmayada, hundida en los brazos de un desconocido.
Ya de noche, como un animal simbiótico, se adentró fetalmente en el cuerpo que la abrasaba, se incrustó, molusco húmedo que se encastra, se espirala. La mucosa pobló su piel, se alisaron sus huesudos contornos, se transparentaron sus órganos, se simplificaron. Necesitó poco aire para moverse y alcanzar la arena mojada y movediza, por la que se arrastro haciendo surco con su cabeza elástica. Se adentro en las olas y vitoreó hacia la oscuridad estruendosa.
Una luna en cuarto menguante lanzó un plano de luz sobre sus cosas, inútiles y abandonados testimonios.

Canto:
Te enfrento, ves?
ya no me sirven los ojos.
ni las palabras que fui metiendo a presión durante tantos años.
No se explica.
Es un idioma entre él y yo.
él, ave dragón que se abalanza y me come las rodillas,
yo, hilos de mi cuerpo que se atan a los acantilados.
Ves?, son todas ellas la que me trajeron asta acá,
ahora cantan conmigo.
Es una baguala encorvada
que clava su canto en la tierra.
Sera porque hasta la mas vieja
y trastornada de todas ellas,
cree que del llanto germinado
puede nacer una azucena.

viernes, 2 de abril de 2010

viernes, 26 de marzo de 2010

Parte 4. El día que vino el tío.

El tío puso una fuente blanca, decorada con ribetes dorados en los bordes, en el centro de la mesa. Ella estaba frente a él, a mas de medio metro de la mesa, sentada con la cabeza gacha, el pelo húmedo sobre la cara. Él la miraba pretendiendo que se acerque. Se limpiaba nerviosamente los dedos con un repasador.
Ella no hacía ningún movimiento, entonces él le acerco la fuente en señal de que podía servirse.
Ella se levanto lentamente, sin mirarlo, acerco la silla y se sentó, todo en un movimiento lento, como una danza ligada, en sintonía con el aire.
Celina siempre fue flaca, él era robusto, la cara ancha, arrugas gruesas en la frente y unos ojos verdes muy abiertos, tensos, que no dejaban de observarla.
Le sirvió con dos grandes cucharas los fideos con tuco, le sirvió poco, y empujo una taza con queso rallado hasta la mano de Celina.
Él esperó. Ella trató de controlar el temblor mientras se llevaba los fideos a la boca. No pudo lograrlo, soltó el tenedor y se cubrió la cara con las manos.
El se acercó inclinándose sobre la mesa, como si temiera hacer ruido, extendió su mano y le corrió el pelo, encontró los ojos exhaustos de ella, entonces movió su silla y se sentó a su lado. Tomo un repasador y lo extendió sobre las delgadas rodillas de ella, que había dejado de temblar. Haciendo un movimiento preciso giró el tenedor en el nudo de masa humeante, levantó en el aire los fideos y se los acercó a la boca, ella dudó unos instantes hasta que sus labios se entreabrieron como un poso, como una cueva de murciélagos. Dejó que él le diera de comer.
Celina no le sacó los ojos de encima mientras comía. Fue la última vez que vio al tío.

viernes, 19 de marzo de 2010

Parte 3. Salón de los mapas.

Cuando comenzó a ir a la escuela secundaria ella maquillaba las manchas que tenía en la cara. Al llegar de la escuela estaban al descubierto. Algunos días abría renunciado a maquillarse. Pablo le decía barbaridades, siempre una nueva. Al tiempo también renunció a enojarse por las cargadas de Pablo.
Estaba en el salón de los mapas cuando Pablo entro silenciosamente y se paro delante de la puerta cerrada.
El salón de los mapas tenía un espacio reducido, lleno de cajas con rollos de tela con la imagen de los mapas. Apenas se podía caminar entre las cajas. Había logrado encontrar el mapa de América Central. Al sacarlo de donde estaba se había desprendido una estela de polvo que le resecó la garganta provocándole tos. Por estar tosiendo fue que no escuchó cuando entró Pablo. Al darse vuelta con el mapa sobre un hombro lo vio. Pablo la miraba en silencio, tenía los ojos tranquilos, sin ningún gesto, como nunca lo había visto. Ella paso entre las cajas hasta llegar a la puerta, lo miró de frente y el la miró a los ojos. Ella extendió la mano hacia el picaporte, él de un golpe impidió que lo tocara. La empujo suavemente hacia atrás y le pidió que le mostrara las manchas, entonces la dejaría salir.
Ella levantó el rollo del mapa, amenazando con pegarle. Pablo hizo un movimiento rápido y tiró el mapa, luego la volvió a empujar y al perder el equilibrio cayó sobre el piso, de espaldas a Pablo. Sintió un fuerte dolor en las rodillas y las manos que le desprendían los botones del guardapolvo. Los botones que le cruzaban la espalda, de a uno. Quedate quieta, le dijo, o te encierro con llave.
Ella sintió que su cuerpo no respondía a los impulsos de levantarse, estaba petrificado, las manos apoyadas en el suelo comenzaron a enfriarse. Sintió el pulso tembloroso de Pablo mientras le subía la camisa. Luego sensación de nauceas. Luego los dedos de Pablo, tibios y suaves que recorrían sus omóplatos, lentamente, de un lado a otro. Celina cerro los ojos, sintió alivio, algo se despidió de su cuerpo dejándolo liviano, una exalación helada contenida por siglos.
Luego un portazo, Pablo se había ido repentinamente. Secó sus ojos, acomodó su delantal y tomó el mapa para salir del salón.

Parte 2. Diálogo.

Varios años atrás alguien le había preguntado por qué tenía esas manchas en la piel. Su piel blanca estaba cubierta de manchas marrones oscuras, aisladas unas de otras pero cubriendo cada lugar resguardado de su cuerpo, como flores de pensamiento, secas, entre las hojas de un libro.
- Las tengo desde los doce años. Aparecieron un día- Dijo.
- ¿Tomaste mucho sol?
- ..no creo..- dijo y bajo la cabeza.
Ella recordaba perfectamente ese día.Recordaba, pero no todos los sucesos. Durante todo este tiempo no hubo manera de recordar lo que había pasado antes de que su madre la viera volviendo del terraplén. Se acuerda la cara de terror de su madre al verla. Ella venía de la parte este del terraplén, alguien mas venía junto a ella,esta borrado, es solo una sombra lánguida proyectada en la calle de tierra. Ella estaba cubierta de barro. La madre la tomó fuerte del brazo y la arrastró hasta la casa. Gritaba, casi al borde de las lágrimas. Decía que eso no se hace, no se hace. La metió a la bañera. La había desnudado violentamente, luego metió la ropa sucia en una bolsa negra que después tiró. Ella estaba parada en la bañera, el agua muy caliente y su mamá le frotó el cuerpo con un trapo enjabonado hasta que le dejó la piel enrojecida.
Mamá tenía la frente fruncida, los labios apretados, el sudor le había empapado la cara, hasta el cuello. Cada cosa que quería decir, o repetir, porque no hacía mas que repetir eso no se hace, se ahogaba en su garganta.
Recuerda que su madre, luego de bañarla la sentó en la cocina, le sirvió la leche, y la miró mientras comía. Estaba apoyada en la mesada, los puños apretados dentro de los bolsillos del delantal.
Después de ese día nada referido a ese hecho se habló. Mamá prohibió que jugara con los vecinos. Al tiempo comenzaron a salir las manchas.

lunes, 15 de febrero de 2010

1 parte. Un día en la playa.

Celina camina por el costado de la calle, al caminar levanta arena con sus zapatos. Tiene unas viejas sandalias blancas, con el taco redondeado y la hebilla oxidada. Camina con un ritmo lento y maquinal, deja estelas de arena en el aire, arabescos fantasmales que desaparecen a medida que se acerca a la avenida principal, asfaltada. Cruza la avenida hacia la costanera, frena instantáneamente cerca de los palos de madera que separan la calle de la playa. Allí se queda inmóvil , la mirada fija en el mar, como si pudiera ver con ojos de ultramar y predecir el cambio del tiempo, intuyendo las nubes espesas de viento que aun no cruzan el horizonte.
Celina espera. Su cuerpo ha aprendido el camino, sabe identificar el lugar, reconoce la línea de pasos repetidos, lo sabe aunque el viento los halla borrado.
Celina espera que su cuerpo decida avanzar. Sus sandalias se hunden finalmente en la arena, sus manos arrastran la vieja reposera dejando un surco inequívoco, exacto, que finaliza en el mismo preciso lugar, junto al parador de los bañeros, quienes la han incorporado a el plano neutro de la playa, como si no la vieran, como si tuviera menos sustancia que el aire.
Celina se desviste, su cuerpo recibe el aire y el sol, se contrae, de adapta a la forma de la reposera, se imprime en el paisaje. Su pelo al viento, es un tapiz deshilachado, anudado hace tiempo, descolorido y opaco. Su pelo a tejido el código incierto de las ráfagas que transportan las dunas. Celina conserva su traje de baño de quien sabe cuantos años, una malla entera rosa pálido, casi gris, de una tela tan fina que su cuerpo se transparenta. Un cuerpo adolescente, intacto, la piel tersa, encerada, un cuerpo que no no conoce las culpas, que no ha engendrado hijos, que no ha cometido excesos, un cuerpo de muñeca con vestido de aldeana que permanece años sentada sobre una cama prolijamente tendida, en una habitación donde el sol que entra es solo una penumbra.
Un cuerpo adolescente que va tomando la forma rígida de la vejez.
Solo existe música en su pensamiento, la música que ha escuchado siempre junto a su madre, las arpas litoraleñas, ese torrente de cuerdas naufragas, desesperadas.
Ha sido incapaz de tocar esos discos, aunque han quedado como momias llenas de tierra en los armarios, no ha dejado de escuchar las arpas, cada tema, guardado en los miles de tímpanos que se abren en su mente.
Recuerda exactamente el día en que se fue su madre, lo recuerda porque fue el único día en que hubo silencio, fue un agujero de vacío que la dejo con los ojos nublados. Ese día caminó imaginariamente hacia el centro de su pecho, encontró una puerta blanca. Ella golpeo, nadie abrió, luego empezó a llover.
Celina entro a la soledad, la tormenta dejo esquirlas en el lado izquierdo de su cuerpo. Encontró las mantas, encontró las cartas, se dijo que quedaría mucho tiempo allí leyéndolas. Así fue, un tiempo sin medida entro en su vida, se esparció por sus extremidades llegó a hasta su garganta y la dejo sin palabras, subió hasta sus ojos y los apagó como una llama de vela, llegó hasta sus oídas y encendió para siempre las arpas litoraleñas.